ES IMPOSIBLE PENSAR SI NO ES A TRAVÉS DE UN LENGUAJE.

CUANTO MÁS RICOS SEAN NUESTROS LENGUAJES MÁS RICA SERÁ NUESTRA REALIDAD.


domingo, 22 de mayo de 2011

SOÑAR

EL DERECHO DE SOÑAR

NUBES

Libertad es una palabra enorme. Por ejemplo, cuando terminan las clases, se dice que una está en libertad, una pasea, una juega, una no tiene por qué estudiar. Se dice que un país es libre cuando una mujer cualquiera o un hombre cualquiera hace lo que se le antoja. Pero hasta los países libres tienen cosas muy prohibidas. Por ejemplo matar. Eso sí, se pueden matar mosquitos y cucarachas, y también vacas para hacer churrascos. Por ejemplo está prohibido robar, aunque no es grave que una se quede con algún vuelto cuando Graciela, que es mi mami, me encarga alguna compra. Por ejemplo está prohibido llegar tarde a la escuela, aunque en ese caso hay que hacer una cartilla mejor dicho la tiene que hacer Graciela, justificando por qué. Así dice la maestra; justificado.
      Libertad quiere decir muchas cosas. Por ejemplo, si una no está presa, se dice que está en libertad. Pero mi papá está preso y sin embargo está en Libertad, porque así se llama la cárcel donde está hace ya muchos años. A eso el tío Rolando lo llama qué sarcasmo. Un día le conté a mi amiga Angélica que la cárcel en que está mi papi se llama Libertad y que el tío Rolando había dicho que era un sarcasmo y a mi amiga Angélica le gustó tanto la palabra que cuando su padrino le regaló un perrito le puso de nombre Sarcasmo. Mi papá es un preso, pero no porque haya matado o robado o llegado tarde a la escuela. Graciela dice que papá está en libertad, o sea está preso, por sus ideas. Parece que mi papá era famoso por sus ideas. Yo también a veces tengo ideas, pero todavía no soy famosa. Por eso no estoy en Libertad, o sea que no estoy presa.
      Si yo estuviera presa, me gustaría que dos de mis muñecas, la Toti y la Mónica, fueran también presas políticas. Porque a mi me gusta dormirme abrazada por lo menos a la Toti. A la Mónica no tanto, porque es muy gruñona. Yo nunca le pego, sobre todo para darle ese buen ejemplo a Graciela.
      Ella me ha pegado pocas veces, pero cuando lo hace yo quisiera tener muchísima libertad. Cuando me pega o me rezonga yo le digo Ella, porque a ella no le gusta que la llame así. Es claro que tengo que estar muy alunada para llamarle Ella. Si por ejemplo viene mi abuelo y me pregunta dónde está tu madre, y yo le contesto Ella está en la cocina, ya todo l mundo sabe que estoy alunada, porque si no estoy alunada digo solamente Graciela está en la cocina. Mi abuelo siempre dice que yo salí la más alunada de la familia y eso a mí me deja muy contenta. A Graciela tampoco le gusta demasiado que yo la llame Graciela, pero yo la llamo así porque es un nombre lindo. Sólo cuando la quiero muchísimo, cuando la adoro y la beso y la estrujo y ella me dice ay chiquilina no me estrujes así, entonces sí la llamo mamá o mami, y Graciela se conmueve y se pone muy tiernita y me acaricia el pelo, y eso no sería así ni sería bueno si yo le dijera mamá o mami por cualquier pavada. O sea que la libertad es una palabra enorme. Graciela dice que ser un preso político como mi papá no es ninguna vergüenza. Que casi es un orgullo. ¿Por qué casi? Es orgullo o es vergüenza. ¿Le gustaría que yo dijera que es casi vergüenza? Yo estoy orgullosa, no casi orgullosa, de mi papá, porque tuvo muchísimas ideas, tantas y tantísimas que lo metieron preso por ellas. Yo creo que ahora mi papá seguirá teniendo ideas, tremendas ideas, pero es casi seguro que no se las dice a nadie, porque si las dice, cuando salga de Libertad para vivir en libertad, lo pueden meter otra vez en Libertad. ¿Ven como es enorme?
"BEATRIZ", PRIMAVERA CON UNA ESQUINA ROTA, BENEDETTI

LA VIDA SEGÚN EDUARDO GALEANO

viernes, 13 de mayo de 2011

RAYUELA Capítulo 34

En setiembre del 80, pocos meses después del
Y las cosas que lee, una novela, mal escrita,
fallecimiento de mi padre, resolví apartarme de los
para colmo una edición infecta, uno se pregunta
negocios, cediéndolos a otra casa extractora de Jerez
cómo puede interesarle algo así. Pensar que se ha
tan acreditada como la mía; realicé los créditos que
pasado horas enteras devorando esta sopa fría y de-
pude, arrendé los predios, traspasé las bodegas y sus
sabrida, tantas otras lecturas increíbles, Elle y Fran-
existencias, y me fui a vivir a Madrid. Mi tío (primo
ce Soir, los tristes magazines que le prestaba Babs.
carnal de mi padre), don Rafael Bueno de Guzmán
Y me fui a vivir a Madrid, me imagino que después
y Ataide, quiso albergarme en su casa; mas yo me
de tragarse cinco o seis páginas uno acaba por en-
resistí a ello por no perder mi independencia. Por
granar y ya no puede dejar de leer, un poco como
fin supe hallar un término de conciliación, combi-
no se puede dejar de dormir o de mear, servidum-
nando mi cómoda libertad con el hospitalario deseo
bres o látigos o babas. Por fin supe hallar un tér-
de mi pariente; y alquilando un cuarto próximo a
mino de conciliación, una lengua hecha de frases
su vivienda, me puse en la situación más propia para
preacuñadas para transmitir ideas archipodridas, las
estar solo cuando quisiese o gozar del calor de
monedas de mano en mano, de generación degenera-
familia cuando lo hubiese menester. Vivía el buen la
ción, te voilà en pleine écholalie. Gozar del calor de
señor, quiero decir, vivíamos en el barrio que se ha
la familia, ésa es buena, joder si es buena. Ah Ma-
construido donde antes estuvo el Pósito. El cuarto
ga, cómo podías tragar esta sopa fría, y qué diablos
de mi tío era un principal de dieciocho mil reales,
es el Pósito, che. Cuántas horas leyendo estas cosas,
hermoso y alegre, si bien no muy holgado para tan-
probablemente convencida de que eran la vida, y te-
ta familia. Yo tomé el bajo, poco menos grande que
nías razón, son la vida, por eso habría que acabar
el principal, pero sobradamente espacioso para mí
con ellas. (El principal, qué es eso.) Y algunas tardes
solo, y lo decoré con lujo y puse en él todas las
cuando me había dado por recorrer vitrina por vitri-
comodidades a que estaba acostumbrado. Mi fortu-
na toda la sección egipcia del Louvre, y volvía deseo-
na, gracias a Dios, me lo permitía con exceso.

so de mate y de pan con dulce, te encontraba pega-
Mis primeras impresiones fueron de grata sor-
da a la ventana, con un novelón espantoso en la
presa en lo referente al aspecto de Madrid, donde
mano y a veces hasta llorando, sí, no lo niegues, llo-
yo no había estado desde los tiempos de González
rabas porque acababan de cortarle la cabeza a al-
Brabo. Causábanme asombro la hermosura y ampli-
guien, y me abrazabas con toda tu fuerza y querías
tud de las nuevas barriadas, los expeditivos medios
saber adónde había estado, pero yo no te lo decía
de comunicación, la evidente mejora en el cariz de
porque eras una carga en el Louvre, no se podía an-
los edificios, de las calles y aun de las personas; los
dar con vos al lado, tu ignorancia era de las que
bonitísimos jardines, plantados en las antes polvoro-
estropeaban todo goce, pobrecita, y en realidad la
sas plazuelas, las gallardas construcciones de los ri-
culpa de que leyeras novelones la tenía yo por egoís-
cos, las variadas y aparatosas tiendas, no inferiores
ta (polvorosas plazuelas, está bien, pienso en las pla-
por lo que desde la calle se ve, a las de París o Lon-
zas de los pueblos de la provincia, o las calles de
dres y, por fin, los muchos y elegantes teatros para
La Rioja, en el cuarenta y dos, las montañas violetas
todas las clases, gustos y fortunas. Esto y otras co-
al oscurecer, esa felicidad de estar solo en una pun-
sas que observé después en sociedad, hiciéronme
ta del mundo, y elegantes teatros. ¿De qué está ha-
comprender los bruscos adelantos que nuestra capi-
blando el tipo? Por ahí acaba de mencionar a París
tal había realizado desde el 68, adelantos más pare-
y a Londres, habla de gustos y de fortunas, ya ves,
cidos a saltos caprichosos que al andar progresivo
Maga, ya ves, ahora estos ojos se arrastran irónicos
y firme de los que saben adónde van; mas no eran
por donde vos andabas emocionada, convencida de
por eso menos reales. En una palabra, me daba en
que te estabas cultivando una barbaridad porque
la nariz cierto tufillo de cultura europea, de bienes-
leías a un novelista español con foto en la contra-
tar y aun de riqueza y trabajo.

tapa, pero justamente el tipo habla de tufillo de
Mi tío es un agente de negocios muy conocido en
cultura europea, vos estabas convencida de que esas
Madrid. En otros tiempos desempeñó cargos de im-
lecturas te permitirían comprender el micro y el
portancia en la Administración: fue primero cónsul;
macrocosmo, casi siempre bastaba que yo llegara
después agregado de embajada; más tarde el matri-
para que sacases del cajón de tu mesa —porque te-
monio le obligó a fijarse en la corte; sirvió algún
nías una mesa de trabajo, eso no podía faltar nunca
tiempo en Hacienda, protegido y alentado por Bra-
aunque jamás me enteré de qué clase de trabajos
vo Murillo, y al fin las necesidades de su familia lo
podías hacer en esa mesa—, sí, del cajón sacabas la
estimularon a trocar la mezquina seguridad de un
plaqueta con poemas de Tristan L’Hermite, por ejem-
sueldo por las aventuras y esperanzas del trabajo
plo, o una disertación de Boris Schloezer, y me
libre. Tenía moderada ambición, rectitud, actividad
las mostrabas con el aire indeciso y a la, vez ufano
inteligencia, muchas relaciones; dedicóse a agenciar
de quien ha comprado grandes cosas y se va a po-
asuntos diversos, y al poco tiempo de andar en es-
ner a leerlas en seguida. No había manera de hacer-
tos trotes se felicitaba de ello y de haber dado car-
te comprender que así no llegarías nunca a nada,
petazo a los expedientes. De ellos vivía, no obstante,
que había cosas que eran demasiado tarde y otras
que eran demasiado pronto, y estabas siempre tan
despertando los que dormían en los archivos, im-
al borde de la desesperación en el centro mismo de
pulsando a los que se estacionaban en las mesas,
la alegría y del desenfado, había tanta niebla en tu
enderezando como podía el camino de algunos que
corazón desconcertado. Impulsando a los que se esta-
iban algo descarriados. Favorecíanle sus amistades
cionaban en las mesas, no, conmigo no podías con-
con gente de este y el otro partido, y la vara alta
tar para eso, tu mesa era tu mesa y yo no te ponía
que tenía en todas las dependencias del Estado. No
ni te quitaba de ahí, te miraba simplemente leer tus
había puerta cerrada para él. Podría creerse que los
novelas y examinar las tapas y las ilustraciones de
porteros de los ministerios le debían el destino, pues
tus plaquetas, y vos esperabas que yo me sentara a
le saludaban con cierto afecto filial y le franquea-
tu lado y te explicara, te alentara, hiciera lo que
ban las entra das considerándole como de casa. Oí
toda mujer espera que un hombre haga con ella, le
contar que en ciertas épocas había ganado mucho
arrolle despacito un piolín en la cintura y zás la
dinero poniendo su mano activa en afamados expe-
mande zumbando y dando vueltas, le dé el impulso
dientes de minas y ferrocarriles; pero que en otras
que la arranque a su tendencia a tejer pulóvers o a
su tímida honradez, le había sido desfavorable. Cuan-
hablar, hablar, interminablemente hablar de las mu-
do me establecí en Madrid, su posición debía de ser,
chas materias de la nada. Mirá si soy monstruoso,
por las apariencias, holgada sin sobrantes. No care-
qué tengo yo para jactarme, ni a vos te tengo ya
cía de nada, pero no tenía ahorros, lo que en verdad
porque estaba bien decidido que tenía que perderte
era poco lisonjero para un hombre que, después de
(ni siquiera perderte, antes hubiera tenido que ga-
trabajar tanto, se acercaba al término de la vida y
narte), lo que en verdad era poco lisonjero para un
y apenas tenía tiempo ya de ganar el terreno perdido.

hombre que... Lisonjero, desde quién sabe cuándo
Era entonces un señor menos viejo de lo que
no oía esa palabra, cómo se nos empobrece el len-
parecía, vestido siempre como los jóvenes elegantes,
guaje a los criollos, de chico yo tenía presentes mu-
pulcro y distinguidísimo. Se afeitaba toda la cara,
chas más palabras que ahora, leía esas mismas no-
siendo esto como un alarde de fidelidad a la genera-
velas, me adueñaba de un inmenso vocabulario per-
ción anterior, de la que procedía. Su finura y jovia-
fectamente inútil por lo demás, pulcro y distinguidí-
lidad, sostenidas en el fiel de la balanza, jamás caían
simo, eso sí. Me pregunto si verdaderamente te me-
del lado de la familiaridad impertinente ni del de la
tías en la trama de esta novela, o si te servía de
petulancia. En la conversación estaba su principal
trampolín para irte por ahí, a tus países misterio-
mérito y también su defecto, pues sabiendo lo que
sos que yo te envidiaba vanamente mientras vos me
valía hablando, dejábase vencer del prurito de dar
envidiabas mis visitas al Louvre, que debías sospe-
por menores y de diluir fatigosamente sus relatos.
char aunque no dijeras nada. Y así nos íbamos acer-
Alguna vez los tomaba desde el principio y adorná-
cando a esto que tenía que ocurrirnos un día cuan-
balos con tan pueriles minuciosidades, que era preci-
do vos comprendieras plenamente que yo no te iba
so suplicarle por Dios que fuera breve. Cuando re-
a dar más que una parte de mi tiempo y de mi vida,
fería un incidente de caza (ejercicio por el cual te-
y de diluir fatigosamente sus relatos, exactamente
nía gran pasión), pasaba tanto tiempo desde el exor-
esto, me pongo pesado hasta cuando hago memoria.
dio hasta el momento de salir el tiro, que al oyente
Pero qué hermosa estabas en la ventana, con el gris
se le iba el santo al cielo distrayéndose del asunto,
del cielo posado en una mejilla, las manos teniendo
y en sonando el pum, llevábase un mediano susto. No
el libro, la boca siempre un poco ávida, los ojos du-
sé si apuntar como defecto físico su irritación cró-
dosos. Había tanto tiempo perdido en vos, eras de
nica del aparato lacrimal, que a veces, principalmente
tal manera el molde de lo que hubieras podido ser
en invierno, le ponía los ojos tan húmedos y encen-
bajo otras estrellas, que tomarte en los brazos y
didos como si estuviera llorando a moco y baba. No
hacerte el amor se volvían una tarea demasiado tier-
he conocido hombre que tuviera mayor ni más rico
na, de masiado lindante con la obra pía, y ahí me
surtido de pañuelos de hilo. Por esto y su costum-
engañaba yo, me dejaba caer en el imbécil orgullo
bre de ostentar a cada instante el blanco lienzo en
del intelectual que se cree equipado para entender
la mano derecha o en ambas manos, un amigo mío,
(¿llorando a moco y baba?, pero es sencillamente
andaluz, zumbón y buena persona, de quien hablaré asqueroso como expresión). Equipado para entender, después, llamaba esto sólo a mi tío la Verónica.

si dan ganas de reírse, Maga. Oí, esto sólo para vos,
Mostrábame afecto sincero, y en los primeros días
para que no se lo cuentes a nadie. Maga, el molde
de mi residencia en Madrid no se apartaba de mí
hueco era yo, vos temblabas, pura y libre como una
para asesorarme en todo lo relativo a mi instalación
llama, como un río de mercurio, como el primer can-
y ayudarme en mil cosas. Cuando hablábamos de la
to de un pájaro cuando rompe el alba, y es dulce
familia y sacaba yo a relucir re cuerdos de mi infan-
decírtelo con las palabras que te fascinaban porque
cia o anécdotas de mi padre, entrábale al buen tío
no creías que existieran fuera de los poemas, y que
como una desazón nerviosa, un entusiasmo febril por
tuviéramos derecho a emplearlas. Dónde estarás,
las grandes personalidades que ilustraron el apellido
dónde estaremos desde hoy, dos puntos en un uni-
de Bueno de Guzmán y sacando el pañuelo me re-
verso inexplicable, cerca o lejos, dos puntos que
fería historias que no tenían término. Conceptuá-
crean una línea, dos puntos que se alejan y se acer-
bame como el último re presentante masculino de una
can arbitrariamente (personalidades que ilustraron
raza fecunda en caracteres, y me acariciaba y mi-
el apellido de Bueno de Guzmán, pero mirá las cur-
maba como a un chiquillo, a pesar de mis treinta y
silerías de este tipo, Maga, de cómo podías pasar de la
seis años. ¡Pobre tío! En esas demostraciones afec-
página cinco...), pero no te explicaré eso que llaman
tuosas que aumentaban considerablemente el manan-
movimientos brownoideos, por supuesto no te los
tial de sus ojos, descubría yo una pena secreta y agu-
explicaré y sin embargo los dos, Maga, estamos com-
dísima, espina clavada en el corazón de aquel exce-
poniendo una figura, vos un punto en alguna parte,
lente hombre. No sé cómo pude hacer este descu-
yo otro en alguna parte, desplazándonos, vos ahora
brimiento: pero tenía certidumbre de la disimulada
a lo mejor en la rue de la Huchette, yo ahora descu-
herida como si la hubiera visto con mis ojos y toca-
briendo en tu pieza vacía esta novela, mañana vos en
do con mis dedos. Era un desconsuelo profundo,
la Gare de Lyon (si te vas a Lucca, amor mío) y yo
abrumador, el sentimiento de no verme casado con
en la rue du Chemin Vert, donde me tengo descu-
una de sus tres hijas; contrariedad irremediable, por-
bierto un vinito extraordinario, y poquito a poco,
que sus tres hijas,¡ay, dolor! estaban ya casadas.

Maga, vamos componiendo una figura absurda, dibujamos con nuestros movimientos una figura idéntica a la que dibujan las moscas cuando vuelan en una pieza, de aquí para allá, bruscamente dan media vuelta, de allá para aquí, eso es lo que se llama movimiento brownoideo, ¿ahora entendés?, un ángulo recto, una línea que sube, de aquí para allá, del fondo al frente, hacia arriba, hacia abajo, espasmódicamente, frenando en seco y arrancando en el mismo instante en otra dirección, y todo eso va tejiendo un dibujo, una figura, algo inexistente como vos y como yo, como los dos puntos perdidos en París que van de aquí para allá, de allá para aquí, haciendo su dibujo, danzando para nadie, ni siquiera para ellos mismos, una interminable figura sin sentido.

lunes, 9 de mayo de 2011

TE DOY UNA CANCIÓN

Como gasto papeles recordándote
como me haces hablar en el silencio
como no te me quitas de las ganas
aunque nadie me ve nunca contigo

y como pasa el tiempo que de pronto son años
sin pasar tú por mi, detenida

Te doy una canción
si abro una puerta
y de las sombras sales tú,
te doy una canción de madrugada
cuando más quiero tu luz,
te doy una canción
cuando apareces
el misterio del amor
y si no lo apareces
no me importa
yo te doy una canción.

Si miro un poco afuera me detengo
la ciudad se derrumba
y yo cantando
la gente que me odia y que me quiere
no me va ha perdonar
que me distraiga,
creen que lo digo todo
que me juego la vida
porque no te conocen
ni te sienten.

Te doy una canción y hago un discurso
sobre mi derecho a hablar,
te doy una canción
con mis dos manos
con las mismas de matar,
te doy una canción
y digo patria
y sigo hablando para ti,
te doy una canción
como un disparo
como un libro
una palabra
una guerrilla...
como doy el amor.
SILVIO RODRIGUEZ

lunes, 2 de mayo de 2011

ALESSANDRO BOFFA. CUENTOS. VISKOVITZ, OTRA VEZ

¿PERO ES QUE NUNCA PIENSAS EN EL SEXO, VISKOVITZ?  
¿El sexo? Ni siquiera sabía que tenía uno. Podéis imaginaros cuando me dijeron que tenía dos.
—Los caracoles, Visko —me explicaron mis viejos—, somos hermafroditas insuficientes...
—¡Qué asco! —chillé—. ¿También en nuestra familia?
—No te quepa duda, hijo. Tenemos capacidad tanto para desarrollar las funciones masculinas como las femeninas. No hay nada de lo que avergon- zarse.
Me indicó con la rádula el lugar donde se encontraban ambos aparatos geni- tales.
—¿Y por qué son insuficientes?
—Porque podemos aparearnos sólo con otros caracoles, siempre y cuando exista una inclinación recíproca, pero nunca con nosotros mismos.
—¿Y quién lo dice?
—Nuestras creencias, Visko. Esa otra cosa tan fea es pecado mortal, aunque sea sólo de pensamiento —me previno papamamá.
—Y también son actos impuros encerrarse demasiado en la concha, hablar consigo mismo y autocomplacerse —añadió mamapapá.
Un estremecimiento de terror me rizó el manto.
—Sería hora de que empezases a mirar a tu alrededor en busca de un buen partido; la estación reproductiva dura sólo unas pocas semanas.
Alargué perplejo los tentáculos en todas direcciones.
—¡Pero si los caracoles más cercanos están a meses de camino!
—Te equivocas, hijo, hay jóvenes excelentes en este mismo vecindario.
Pero por allí cerca no veía más que a Zucotic, Petrovic y López, mis antiguos compañeros de colegio.
—Estáis de broma. No pretenderéis que yo...
—Proceden de buenas familias, con un discreto patrimonio genético y buenas perspectivas de ciclo evolutivo. La belleza no lo es todo, Visko.
—Pero ¿los habéis visto bien?
Dirigí el tentáculo rinóforo hacia Zucotic, un gasterópodo descarnado, con la concha prácticamente clipeiforme, el ojo invaginado, el ctenidio atrófico. Resultaba repugnante incluso para los depredadores. ¿Realmente querían tener nietos así ?
—Ya verás como, con el tiempo, cambiarás de idea. Los caracoles tenemos un dicho: “Ama a quien esté cerca de ti, porque quien está lejos continuará estándolo”.
—Antes muerto.
Saludé y me retiré al interior de la concha. Tapé cuidadosamente el opérculo y lo sellé con sales calcáreas, porque nunca se sabe lo que puede pasar.
—No está bien encerrarse así en la concha, Viskolín, la gente pensará mal.
Al cuerno la gente.
 
Durante los días que siguieron, por una u otra razón, no fui capaz de pensar en otra cosa que en el sexo, quiero decir, en los sexos.
Al principio eran picores indefinibles, pequeñas turbaciones hormonales que me impulsaban a detener la mirada sobre ciertas arrugas del manto de algunos caracoles, a intentar adivinar las formas bajo la concha, a admirar las sinuosas ondulaciones de su pie ventral al contraerse. Nada que me llegara a preocupar, entendámonos, o que me quitara el sueño. Algunos de los caracoles del huerto, morfológicamente hablando, no estaban mal, pero caracoles que de verdad encajaran conmigo, que tuvieran la clase y los requisitos zoométricos necesarios para hacer una buena pareja con un Viskovitz, realmente no se veía ninguno. Llegué pues a la conclusión de que no existían y de que probablemente no habían nacido todavía.
Me equivocaba.
Su majestad, la belleza gasterópoda, apareció de repente, entre las lechugas. Estaba más bien lejos, pero divisaba su deslumbrante perfil voluptuosamente abandonada al sol, la generosidad de sus formas a duras penas contenidas en la sucinta concha.
Parbleu!
Hechizado, perdí el sueño y el apetito. De repente, para mis antenas oculares sólo existía ellaél. Empecé a secretar moco sin razón. Pero ¿qué podía hacer? ¡Mi estrella distaba de mí por lo menos dos años-caracol! Aun en el caso de que hubiera partido en aquel mismo momento y me hubiera echado a correr como un loco, incluso renunciando al letargo invernal, igualmente habría llegado allí viejo y decrépito.
A menos que... Sí, estaba pensando precisamente aquello. Aquella locura. ¿Y si también ellaél se echara a correr a mi encuentro? En tal caso, el punto de encuentro habría estado entre las flores de calabaza, y nos habríamos unido como dos caracoles de mediana edad. Cuanto más pensaba en ello, más me seducía la romántica grandeza de aquel gesto. La zozobra de la anticipación. El sacrificio de la juventud por una promesa de amor. ¿Y acaso el amor no era siempre una gran apuesta? Mirarme me miraba, estaba claro que había notado mi presencia. Estaba muy, muy claro. Había que ser un bivalvo para no comprender las señas de complicidad que me enviaba con las antenas. Quién sabe por qué imaginaba que su nombre era Ljuba.
—¡Viskooo! —gritaba mamapapá—. No está bien hablar consigo mismo, la gente pensará mal.
—Que piensen lo que quieran.
—Lo que tendrías que hacer es arreglarte, porque viene a verte el señorito López.
López avanzaba fuera de sí, babeando mucosidades y dejándose resbalar, el rostro extraviado por la lujuria, los osfradios dilatados, el mesénquima laxo, la rádula fláccida, anhelante, estaba ya a sólo dos días de distancia de mí. Pero pocas horas más lejos, cargaban también en dirección hacia mí Petrovic y Zucotic, enzarzados en una carrera a muerte por tenerme, por gozar de mi joven cuerpo. Sentí que se me helaba la hemolinfa y se me ponía rígida la cavidad paleal. Extroflexioné el esófago en un espasmo de repugnancia.
Giré los ojos hacia la lechuga y en un instante —uno de esos instantes en los que se decide una vida— la suerte estuvo echada.
—¡Allá voy! —grité.
Y también ellaél se movió.
Tras seis meses de mantener aquella carrera, estaba destrozado.
Los lances pasionales no están hechos para los moluscos, especialmente para nosotros, los caracoles. Tenía las escamas irritadas y el mesénquima hecho pedazos. Acabada la estación reproductiva, los niveles hormonales habían caído, y con ellos los ardores románticos. La juventud se había desvanecido y el moco se resecaba. Veía envejecer mi cuerpo más rápidamente de lo que cambiaba el paisaje. Si la vida es una carrera contra el tiempo, bueno, hay algo de lo que no cabe duda, y es que con los caracoles es él, el tiempo, quien parte favorito.
Al empezar aquel viaje me había hecho ilusiones de que, por mal que fuera, en cualquier caso habría conocido mundo, territorios inexplorados y culturas extranjeras, distantes decímetros y decímetros. Pero comprendía que el mundo entero era verdura. Me había hecho ilusión de poder cortar definitivamente con el pasado, pero cada vez que giraba las antenas, familiares y conocidos estaban siempre allí, con sus miradas cargadas de reproche, la expresión defraudada y enfurecida. Los caracoles de la infancia permanecen siempre en nuestro campo visual, y también los de nuestra vejez. Para nosotros no existen los encuentros fortuitos, y tampoco existe la intimidad. Comprenderéis ahora por qué uno necesita una concha, a pesar del trabajo que supone llevarla todo el día a cuestas,
Pero yo continuaba corriendo a su encuentro, suspirando y soñando, con los ojos abiertos, durante la noche, bajo la luz de la luna, con el perfume del perejil y la caricia del viento en las escamas. Y también ellaél venía a mi encuentro. Aquello era lo único que contaba.
Llegó el invierno, y, tras otros tres meses, la primavera y los brotes de las primeras flores de calabaza.
Y luego el momento tan esperado.
Estaba asustado, se me había venido encima el mundo entero. ¡Yo había creído realmente que venía a mi encuentro, que respondía a mis llamadas! Elella era una imagen reflejada. Daba vueltas en torno a aquel grifo y me veía llorar en silencio las últimas gotas de moco. Pobre Viskovitz. Sentí una infinita ternura por mí mismo. Después me apoyé en aquella superficie cromada y me eché a reír a carcajadas. ¿Qué otra cosa podía hacer? Me burlaba, o mejor, nos burlábamos. Pero de pronto mi imagen se puso seria y empezó a observarme atentamente. ¡Qué bello era! Tan suavemente femenino y virilmente gallardo. No podía quitarme los ojillos de encima: era todavía un animal soberbio, probablemente el más atractivo que hubiese existido nunca, extraordinariamente sexy para ser un molusco. Rádula sensual y escamas de fábula, físico sólido y elástico, concha mimética pero elegante, atributos reproductores... parbleu ! En un instante se me aclaró el sentido de toda aquella historia. Doblé tímidamente las antenas oculares, la una hacia la otra, y por primera vez vi mi pupila derecha, miró fijamente a la izquierda.
Sentí el cortocircuito eléctrico, el estremecimiento del alma, y sólo fui capaz de balbucear una frase trivial:
—Te amo, Viskovitz.
—Yo también te quiero, bobo.
Con la rádula acaricié delicadamente el exóstoma, con la parte distal del pie ventral rocé la proximal. Sentí la cálida presión del rinóforo, que se insinuaba bajo la concha, y una fuerte conmoción me inmovilizó en el centro mismo de mi ser.
—Oh, cielos ¿qué estoy haciendo? —balbuceé.
Pero ya me abandonaba a mi propio abrazo, me aferraba a mi propia carne. Ebrio de deseo, me apretaba contra mí, palpitaba al contacto glutinoso del derma, me emborrachaba con el humor viscoso del moco, golosamente entregado a la posesión de aquellos miembros adorables. Me abracé a mí mismo estrecha y desesperadamente.
Cuando hube terminado, me di cuenta de que, en el ardor de la pasión, había salido de la concha y estaba con la tripa al aire, desnudo, con los sexos al viento. Y de que las miradas de todos se dirigían a mí. Sólo en el radio de un decímetro había tres familias de caracoles, y podéis imaginaros sus reacciones.
—¡Qué asco, lo que hay que ver! —se quejó un vecino.
—Serás condenado por toda la eternidad, Viskovitz —se desgañitó otro.
Les gritaban a sus hijos que se giraran, pero ellos se guardaban muy mucho de girar las antenas.
—Te daremos una lección —amenazaban.
¡Como si alguien hubiera sido apalizado alguna vez por un caracol! Ya había sufrido bastantes afrentas, así que, en lugar de retirarme al interior de mi concha, me erguí delante de ellos:
—¡¡¡Hermafroditas insuficientes lo seréis vosotros!!! —les chillé a aquellos hipócritas.
Los días que siguieron fueron los más felices de mi vida. El viento primaveral me había traído el regalo de dos grandes pétalos amarillos; en ellos me tendía lánguidamente y me perfumaba, feliz de ser un molusco y de estar enamorado. Había sustituido la concha, demasiado inapropiada para la compleja geometría del ctoerotismo hermafrodita, por aquel nuevo hábitat. Pero mi historia no había dejado de causar escándalo:
—No es más que un típico ejemplo de descomposición de la sociedad gasterópoda —decía alguien— . El Yo ha sustituido a la conciencia social, triunfa la personalidad narcisista. El individuo se repliega sobre lo personal y lo privado...
Confieso que sobre lo privado me replegaba gustosamente. Era una de las pocas ventajas de no tener columna vertebral.
Y había también quien intentaba psicoanalizarme.
la compleja geometría del ctoerotismo hermafrodita, por aquel nuevo hábitat. Pero mi historia no había dejado de causar escándalo:
—En el narcisismo secundario el amor frustrado vuelve a sí mismo y da vida al delirio de grandeza, a la sobrevaloración del propio ser. El Yo se siente Dios...
No, no se me había pasado nunca por la cabeza la idea de ser Dios. Si acaso era El quien ponía en circulación ciertos rumores.
“...Frente al acoso de la vejez se quebranta el sueño de la extensión feliz de la omnipotencia infantil y se desmorona el sistema de autodefensa narcisista...”
Debo admitir que detestaba envejecer. La vejez me ponía celoso. Más de una vez me había sorprendido a mí mismo abandonado a las fantasías sobre un caracol más joven y había acabado con el corazón hecho pedazos. Naturalmente, aquel caracol era siempre yo, la imagen de mí mismo muy rejuvenecido y tumbado sobre la lechuga, pero eso no hacía que el dolor fuera menor. Y entonces me encerraba en la concha y lloraba. No renunciaba a mi amor. Mis ojos dejaban de mirarse el uno al otro.
Pero la vida continuaba, y viene a cuento decirlo porque estaba encinta. Me aterrorizaba la posibilidad de que las historias que se cuentan sobre la autofecundación fuesen ciertas y que naciesen monstruos. Individuos con la concha torreada o con el pie bífido, que habrían intentado hacerme sentir culpable por el resto de mis días.
Me equivocaba.
Apenas vi la pequeña concha recién nacida de mi hijo Viskovitz, la reconocí. Su majestad la belleza gasterópoda. Era la copia perfecta de su progenitor, más similar a una divinidad que a un molusco. Tan pequeñito, parecía un caracol visto de lejos, aquel caracol visto de lejos. ¡Qué bello era! Con la rádula le acaricié delicadamente el exóstoma, con la parte distal del pie le rocé la proximal...
—Te amo, Viskovitz —balbuceé.
—Yo también, Viskovitz —respondió.
Como en los cuentos, el amor triunfaba. Pero esta vez no tendría fin. Nunca tendría fin.

—¡Qué asco! ¡Lo que hay que ver! —se quejó un vecino.